Se abrió la puerta, sentí una brisa y el viento frío que soplaba en mi cara. Salí. Miré a mis pies. Cemento, un camino de cemento por donde yo caminaba. Apareció un escalón, lo bajé. Césped, miré a mi alrededor. Un jardín, no muy prolijo, parecía salido de algún cuento que terminó mal. No era perfecto, pero era hermoso en su imperfección. Seguí caminando, hacía frío. Miré abajo, había césped. Y de pronto una... dos... tres... cuatro hojas secas que habían caído de los árboles, y más y más. Estaba lleno de hojas, podía sentir el ruido que hacían cuando caminaba... crush, crush. Un gran salto y volaron muchas hojas. Seguí caminando, no quería perder mi paz. Jugaba con los sentidos, con los olores, el tacto, la luz que de vez en cuando me cegaba. Seguí caminando. Ví un árbol, no como los que estaban ahí, este era especial. Mientras todos sus compañeros estaban desnudos, él estaba lleno de hojas amarillas, hermosas, que no se habían caído. Parecía que estaban esperando por algo, una señal, una pizca de esperanza, una absolución, que tal vez nunca llegaría. Fui hasta allá con los ojos cerrados, cuidando con los pies, palpando, para no tropezarme con nada. Me sentí lo suficiente cerca. Abrí los ojos. Luz del Sol, canto de los pájaros, soledad, un árbol con hojas amarillas, y un farol. Ah, si sólo mis ojos pudieran sacar fotografías, conservar olores y guardar sonidos, entenderían de lo que hablo. Seguí caminando hacia el árbol, di un par de vueltas a su alrededor, tratando de imaginar qué estaría pensando. La luz del Sol me incomodaba un poco. Me despedí del árbol, seguí caminando. Miré abajo, había vuelto el césped en lugar de las hojas secas. Caminé, y caminé un rato más. Vi algo. Dos bancos de madera, y un aljibe, que parecía que nadie usaba desde hace años. Parecía una escena de algún cuento de hadas olvidado, abandonado, sólo. Me senté, como esperando que el lugar me contara su historia. Me quedé un rato, respirando ese aire puro y no tan puro, sintiendo el frío, el viento en la cara. Me puse a pensar, en todo lo que había vivido, en todo lo que había aprendido, en todo lo que soñaba, en él. Me puse de pie, y me despedí del lugar, que tan bien me había recibido. Seguí caminando. Miré abajo, césped. Del más puro y verde. Era como caminar sobre un colchón de paz. Caminé, caminé y caminé. Me detuve. Levanté la vista, vi una Iglesia. Una gran Iglesia. Me persigné, miré al cielo y dí las gracias a Dios por un lugar tan hermoso. Seguí caminando, vi flores. Flores, de pétalos caídos, algo marchitas, pero no por eso merecían menos respeto. Pasé a su lado, casi saludándolas, y seguí caminando. El césped, se hizo cemento otra vez. Seguí caminando, no me había ido del jardín. Caminé, sintiendo la diferencia de caminar sobre cemento y césped. Vi una mesa y sillas, pasé raudamente por su lado, pero pude llegar a darme cuenta de la suciedad que tenían, parecía que esperaban a una familia unida para almorzar, cenar, jugar, o simplemente estar... que jamás vendría. Seguí caminando. Se abrió la puerta, entré. No había más viento, no habían más olores, no habían más cantos de pájaros, no había más naturaleza imperfectamente perfecta. Seguí caminando, dí gracias a Dios por tan lindo viaje espiritual y emocional que me había regalado. Seguí caminando. Me despedí de mis compañeros, que por momentos no notaba siquiera que estaban allí, tal vez viviendo lo mismo que yo. Busqué mi bolso. Llegué hasta la puerta de salida. Al cruzarla volvería a la misma rutina, a los mismos problemas, a los mismos amigos, a las mismas experiencias diarias, a los mismos conflictos, al mismo ruido. Si algún cambio iba a haber, debería ser mio, y no de las cosas y personas que me rodeaban.
Suspiré.
Dí mi último adiós al lugar.
Salí.