"Yo bajo mi paraguas rojo en plena Buenos Aires. De noche. Sola. Llovía, más bien, chubaba, como diría mi hermana. Típica noche porteña que me hace reflexionar y me vuelve algo filósofa. Gente que iba y venía, miles de almas concentradas solo en sus problemas, sin detenerse ni un segundo a pensar, a preguntarse, o siquiera considerar... qué hacían ahí. Un suspiro, se convirtió en vapor blanco ante mis ojos, y desapareció. Crucé al lado del Obelisco, imponente como siempre, y bellísimo bajo la lluvia. Ay, Buenos Aires, sonaba un tango distinto en cada lugar. Los años pasan, mas no pierde su esencia. Llevaba puesto traje y tacos negros. Malboro en mano. Y colgado de un hombro, mi violín. Moría de frío, y lloraba, como siempre bajo la lluvia, porque así nadie se daría cuenta de que lo hacía. Fue entonces, cuando retomando mis pensamientos, pude darme cuenta de que, realmente, nunca te lo ves venir, jamás se sabe cuando vas a estar en una posición de debate... de dolor... de impotencia, que te lleve directamente a la nada misma, o a la locura en sí. A mí, me llevó a ambas, a la locura principalmente. Después de todo, creo que la locura es lo único que explicaba mi situación en ese momento.
Dos, tres, cuatro pasos más y llegué. Terminé el cigarrillo, y entré. Casi parecía un sueño, ¿qué hacía ahí? ¿qué hacía entrando al teatro y no como público? ¿qué hacía debajo del escenario? Saludé a mis colegas, los nervios se notaban en sus caras, sus movimientos, sus expresiones. El director, bueno, el director estresado e histérico como siempre lo estaba antes de tocar. Dejé en un costado mi paraguas, empapado. Fui a mi lugar, y ¡oh casualidad! Una rosa... con una nota que no tenía ganas de leer, más que nada porque ya sabía lo que tenía escrito. Guardé la rosa en un costado, y comencé a afinar. De a poquito, se llenaba la sala. Veía como los chicos se acercaban y desde arriba miraban mi violín como algo extrañísimo. Yo jugaba con ellos, hacía sonidos raros con el violín, y les sonreía. Las risas de esos nenes escuchando mi instrumento era un alivio para el alma, era lo único sincero en ese teatro, hasta que sus padres los buscaban y los llevaban a sus asientos. Y todo el resto, bueno... risas, brindis, cumplidos, que ni ellos mismos se creían
-¡Señorita Martin! Está muy hermosa esta noche. - Me dijo Víctor. ¡Ja! La más maldita de las hipocresías. Asentí fríamente con la cabeza, dándole las gracias, y seguí afinando. Claro, sabiendo lo que sabía, no era de extrañar que él tomara esa actitud; aunque bien en claro tenía él, que yo no estaba interesada en lo más mínimo en la propuesta que me había hecho, pero Víctor es Víctor, caprichoso, insistente, cabeza dura y atrevido como él solo. Aunque nunca consiguió la confianza para tutearme, Dios sabe que le habrán dicho sobre mí, pobre hombre, que tanto respeto me tenía, y al mismo tiempo, tanta intriga le daba.
Antes de que me diera cuenta, ya estaba el teatro lleno, mis compañeros sentados alrededor mio, cada uno en su mundo con su instrumento. Y el director, que moría de nervios. Repasé cada nota en mi cabeza, le coloqué algo más de resina al violín, y esperé. De a poco, íbamos sintiendo la presión. Podía notar la taquicardia de toda la orquesta con solo mirarlos a los ojos, todos en silencio, esperando la orden del director. La gente se iba callando, las luces de a poco se apagaban, el piano dio el la final para afinar. El teatro ya estaba a oscuras y sólo veíamos nuestras partituras y la cara del director. Sabía que no había vuelta atrás, ése era el momento, nuestro momento. La ansiedad nos carcomía por dentro. Los brazos del director se abrieron, como llamándonos a prestarle atención. Y entonces sí, se abrió el telón..."